es el último día de ayuno completo, y la cosa empieza con un paseo matutino hasta puerto Banús y vuelta, llegando de vuelta a la clínica antes de las diez, hora a la que tengo mi última sesión de hidroterapia. No va a poder ser, son demasiados kilómetros y nos tenemos que volver antes de llegar.
Una vez pasado el trámite y descansado un poco, tengo consulta con el simpatiquísimo médico del centro, que viene a decir lo que ya sé, que estoy sano y listo para la vuelta. Y después, masaje cráneo-sacral, que no es un masaje propiamente dicho sino una cosa rara, en la que una mujer me toca levemente los pies y después coloca las manos en la parte baja de mi espalda y empieza a decir las cosas que siente que están en tensión en mi, físicas y emocionales. No soy yo de los que creen que a uno se le pueda leer el alma, pero al parecer se puede, o esta mujer en particular puede. Salgo en estado de shock, y a la siesta.
Tras la siesta, clase de cocina, en la que aprendo lo fácil que es hacer pan (integral por supuesto), recoger a Ajo que alarga su siesta todo lo que puede, y paseo por el horrendo pueblo este a que Ajo se coma algo rico y a comprar unas sábanas para la cuna de Violeta en una tienda muy bonita que hay aquí al lado.
La tarde se acaba pronto, como siempre, con la cena de las ocho de la tarde. A mi me toca la sopa cotidiana, que creo que es de brócoli pero ya no me acuerdo, mientras Ajo cena en el comedor algo más contundente. Acabamos el día hablando con Eduardo, el paciente del que me he hecho amigo, que es un tipo de lo más interesante.
Sé que es el último día en ayunas, y recapacito sobre todo lo que he hecho y cómo me he sentido estos días. Son seguramente los días más apacibles que he pasado en mi vida, en los que me he sentido como pocas veces, y en los que se me han abierto bastantes puertas que espero pasar de aquí en adelante. Quién sabe, a lo mejor me vuelvo new-age, es lo que me faltaba, con lo mucho que me he reido de ellos. Espero que no, la verdad, pero vaya usted a saber.
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